Texto 1
Born
to run
La desaparición de las ideologías siempre acaba
igual
El problema de no ser de derechas ni de izquierdas es que hay que
pensar nuevas divisiones. Cuando un partido ha querido abarcarlo
todo diciendo que era el de todos los españoles se ha encontrado
con que la mitad no querían serlo. Para salirse del eje ideológico
Podemos buscó un eje social y patrimonializó la lucha de los de
arriba y los de abajo. Ciudadanos empieza a coquetear con una idea
revolucionaria: la de enfrentar a jóvenes contra mayores, o sea, un
eje puramente biológico. De esta manera se entiende mejor que
Rivera se haya puesto pelo.
Cuando el líder de Ciudadanos dice que el cambio tiene que venir
de los nacidos en democracia asume primero que la democracia es
joven, como la noche, y que los cuarentones están en la edad del
porvenir. También que los pactos pueden llegar por afinidades
generacionales, como si uniese más haber crecido con Farmacia
de Guardia que con Franco. Pero una de las ventajas del eje
derecha/izquierda es que no cuesta muchos sacrificios vivir como se
canta. Normalmente las personas son de derechas o de izquierdas, no
están en la derecha y en la izquierda. Uno es de izquierdas por
voluntad propia, pero por voluntad propia no se deja de llegar a fin
de mes.
Tampoco se nace por voluntad propia en un régimen en concreto,
ni eso suele ser una providencia política. Alejandro conquistó el
mundo a los 28 años y Rivera con 36 no pudo conquistar Cataluña,
que sólo es un poco más grande. De la misma manera que los líderes
de Podemos tienen cuidado de no ganar dinero de más, no viajar en
primera o ir al Ritz a regañadientes, los de Ciudadanos van a tener
que acreditar ser los primeros bebés de la democracia para ser
garantía de cambio, como si el futuro de España se hubiese
decidido en los paritorios. Olvidando que entre los born to run
se encuentran los mejores fascistas de nuestro tiempo, porque no han
conocido lo ultra salvo como utopía, por eso hay
compañeros de generación de Rivera o Iglesias que reservan su afán
de regeneración y su juventud a levantar el brazo como posesos, a
veces incluso en la intimidad.
Que La Moncloa era una discoteca de sesión de tarde lo
sospechábamos, pero ahora en la puerta van a pedir carné. La
desaparición de las ideologías siempre acaba igual: no se puede
fumar, no se puede beber y nunca sabes cuál va a ser el lado
correcto de las cosas ni en qué parte del muro te va a pillar.
Texto 2
Más Lorca
La muerte del escritor encarnó
una derrota de la humanidad
“Quien salva una vida salva al
universo entero”. Esa frase del
Talmud, que refulge en la
Medalla de los Justos, también nos remite a un reverso: “Quien
mata una vida mata al universo entero”. Ese es el estremecimiento
que sentimos cada vez que se nombra a Federico García Lorca. Su
obra es un cuerpo que alberga todas las vidas y su muerte encarnó
una derrota de la humanidad. Ese crimen vuelve y vuelve a
visitarnos, a sacudir la amnesia, a la manera en que la historia
maltratada alienta bajo la superficie del presente. La última
revelación, la del informe de la policía franquista de 1965,
aclara la intencionalidad política del crimen de Granada, su
carácter de “crimen de crímenes”, de metáfora genocida. No
hubo muerte “accidental” de Lorca. Una tarea prioritaria de los
escribas franquistas fue desalmar el lenguaje. El documento habla de
“confesión”. Lo que eso significa: sufrió tormento. Lorca fue
un eccehomo. En él mataban a todo lo que odiaban. A la heterodoxia,
pero también a la tradición de la risa y la libertad del pueblo. A
la belleza, a la verdad y al alma íntima de las palabras. En
Poeta
en Nueva York hay una profecía: “Cuando se hundieron las
formas puras / bajo el cri cri de las margaritas / comprendí que me
habían asesinado (...) Ya no me encontraron. ¿No me encontraron?
No. No me encontraron”. La ONU ha vuelto a denunciar al Estado
español por desentenderse de sus obligaciones con las víctimas y
desaparecidos del franquismo. Este mes de mayo se entregará en
Nueva York el Premio Alba (Abraham Lincoln Brigade Archives) a los
voluntarios de la Memoria Histórica. Podrán seguir así por un
tiempo las tareas de las que se inhibe la inmoralidad vigente. Tal
vez Lincoln encuentre a Lorca.
Texto 3
¿Por qué somos de derechas?
No hay edad más siniestra que la juventud, hasta el punto de que
todos esperábamos que Ciudadanos empezara a meter la pata, y a
deshincharse, después de las municipales, con los difíciles y
comprometidos pactos, pero
Albert y sus 35 años no
nos han hecho esperar y ya hemos conocido su primer síntoma de
finitud política.
¿Por qué somos de derechas? Porque hay un orden y una jerarquía;
y porque el sistema tiene más enemigos que problemas. Somos de
derechas porque la vida se sustenta sobre una arquitectura perfecta,
porque sin sentimiento de culpa y sin temor de Dios es imposible La
Civilización, y porque sin compasión no somos más que bestias.
Ciudadanos y Podemos son fruto de un ímpetu diferente, pero
igualmente contrario a la inteligencia.
«Que Ciudadanos y Podemos recurran a bobadas para hacer ver que
aportan algo subraya lo bien que funciona el sistema»
Tanto a Albert como a
Pablo les falta haberse
equivocado, y haberlo entendido. Les falta comprender el daño que
podrían hacer, y el aprendizaje de la misericordia. Una
espiritualidad que les ponga en contacto con su transcendencia y con
sus limitaciones. Hay que ser mentalmente muy fuerte para asumir la
exacta medida de tu mediocridad y los desesperantes límites de lo
que no puedes hacer.
Podemos y Ciudadanos no han venido a gobernar, sino a darnos
lecciones. Lo de Pablo está más que amortizado, pero no es menos
ridículo Albert con sus panfletos generacionales o su última
ocurrencia de establecer por ley las personas que pueden vivir en la
habitación de una casa, en una insólita versión buenista de La
vida de los otros. Revela que no tiene clara ninguna otra idea su
insistencia en la regeneración política, con ese tono de niña
repelente que se chiva a la maestra de lo que los chicos han hecho
durante su ausencia.
Que Ciudadanos y Podemos tengan que recurrir a bobadas para hacer
ver que aportan algo subraya lo bien que funciona el sistema. España
ha escrito en los últimos 40 años sus páginas más brillantes y no
podemos poner nuestra historia de éxito en manos de cuatro
histéricas.
Vivimos en el mejor lugar y en el mejor momento gracias al
esfuerzo que muchos hicieron para traernos hasta aquí. Entre tanto
quejica, algo de gratitud sería de agradecer. Lo que tiene que
regenerarse es la ciudadanía, en busca del hombre fundamental que
lucha por lo que quiere, paga las cuentas, cede el paso a las damas y
nunca se olvida de dar las gracias.
SALVADOR SOSTRES 13/05/2015 elmundo.es
Texto 4
La porra, la cruz y la tijera
La parte buena de que
manden “éstos” –así se refería mi madre al franquismo, en
memorable definición sintética, acompañada por el levantamiento
del pulgar, señalando a su espalda– es que las generaciones que no
conocieron directamente sus represiones, acciones y omisiones tienen
ahora encima de sus cabezas una muestra del género lírico que la
gente de mi edad, y de más aún, sufrió como banda sonora.
Quienes creían que exagerábamos aquellos que nunca abandonamos
la idea de la memoria histórica en ninguna de sus manifestaciones,
disponen actualmente de una amplia panoplia de representaciones y
personificaciones del ayer que nunca cesa. La mezcla de
autoritarismo y rosario, de mantilla e hipocresía, de cachiporra y
melindres morales ha sido puesta al día –hombre, tenemos lo que
queda de democracia y de libertad de expresión, y está Internet:
todavía no pueden callarnos–, pero el tupido velo bajo el que los
sepulcros blanqueados se ocultan se rasga súbitamente cada vez que
un ministro metepatas muestra su verdadero rostro, ya sea en el
Congreso, en la rueda de prensa de turno o en una embajada de España
en Roma, tomada por el Opus Dei tanto como lo está el Vaticano
desde que Juan Pablo II le metió mano.
Efectivamente, hijos e hijas mías. Lo que nos temíamos los
mayores, aquello de que volvían los mismos perros con distintos
collares, se ha consumado. Puede que Jorge Fernández Díaz no sea
Carrero Blanco –le faltan cejas para ello–, y puede que no
aplique en su comportamiento cachiporrístico sus criterios
religiosamente extremos. Los tiempos son otros. Y, del mismo modo
que él tiene derecho a expresar sus necedades decimonónicas sobre
sexo y demografía, nosotros estamos autorizados para ponernos
varias moscas en cada oreja. Que un cristiano renacido –a estos
ricos píos no les basta con nacer: quieren acaparar todas las
posibilidades–, nada menos que en Las Vegas, abuse de los
privilegios de su cargo para desafiar nuestra inteligencia, rodeado
de cardenales y otras hidras, debería soliviantarnos más allá de
la ofensa a los homosexuales.
Pero ¿de dónde salen éstos?, entran ganas de inquirir. Quizá
esos jóvenes a quienes me refería se lo preguntarán. Yo tengo la
respuesta muy interiorizada: es una cantera. Las mejores familias,
los mejores colegios, los mejores compañeros, los mejores mentores,
los mejores amigos, las mejores parroquias y los mejores negocios.
Cuando pueden, regresan. Más modernos, más jacarandosos, con
mejores relaciones –las de ahora se llaman mercado, y metan
ustedes aquí las instituciones internacionales que se les vayan
ocurriendo– y la mejor jeta de amianto.
La herencia recibida de los socialistas –ésta, sí– en lo
que respecta a la sumisión del Estado español al Estado vaticano,
la ausencia histórica de redaños por parte de la socialdemocracia
patria –no solo las leyes: ese Vázquez trapicheando devociones en
su satrapía romana, ese Bono–, se lo ha puesto en bandeja a este
y a cualquier otro Gobierno de la derecha. Tal como están las
cosas, con el proceso de descomposición del sistema que se está
produciendo en los países europeos del sur, el nuestro aporta un
pintoresquismo supremo, que es el de las peculiaridades añadidas.
Falta de transparencia y crucifijos al cuello, porras y pelotas
de goma y gases lacrimógenos y –por todos los dioses– ganas de
repoblar la tierra, alcaldesa y presidente de comunidad de la
capital, gobernando como sucesores y apacentando sus rebaños hasta
la Dormidina, ministros que controlan lo económico al tiempo que
manejan la impostura. Un tipo, en cultura, cercano también al Opus,
estableciendo las bases de la discriminación escolar por clase
social y por sexo.
No, no son marcianos. Son españoles. Son “éstos”.
Texto 5
Reírnos
de nosotros mismos
A raíz de los
horrendos atentados de París se ha levantado cierta polémica acerca
de si todos somos o no Charlie Hebdo. Como la primera opción
(“Yo soy Charlie Hebdo”, apoyada por Mario Vargas Llosa
en EL PAÍS del 9 de enero) fue la que tomaron muchos ciudadanos ya
antes de que se convirtiera en postura oficial, el artículo de David
Brooks en el New York Times (“Yo no soy Charlie
Hebdo”, que EL PAÍS publicaba junto con el de Vargas Llosa)
no tenía más remedio que llamar la atención y forzar la búsqueda
de una “equidistancia” ponderada entre esas dos posiciones
aparentemente enfrentadas, que se materializó en la secuela de
Víctor Lapuente “No sé si soy Charlie Hebdo”(EL PAÍS,
10 de enero).
Lo primero que hay que decir sobre esta polémica es que, a pesar
de la confusión creada por los títulos sobre todo en las “redes
sociales”, el artículo de Brooks
no defiende lo contrario
que el de Vargas Llosa sino exactamente lo mismo y, en mi opinión,
mejor, porque al entrar más en materia añade al gesto ya en sí
mismo honroso de ponerse la pegatina de la defensa de la libertad de
expresión una reflexión acerca de las condiciones que se han de
exigir para poder llevarla con dignidad, y no solamente como una
camiseta que nos garantiza salir en la foto de los buenos.
Sobre todo, acierta plenamente cuando define a los humoristas
como una suerte de niños grandes, gamberros y pernipeludos que
desempeñan la indispensable función social de protegernos contra
nuestros propios ridículos: nos reímos de nosotros al reírnos con
los niños o con los humoristas, aprendemos a no tomarnos demasiado
en serio a nosotros mismos al comprender su broma como broma,
mientras que sí tomamos en serio lo que dicen los “eruditos
sabios y considerados”. Así al menos deberían ser las cosas,
aunque no estoy tan seguro de que esto ocurra “en la mayoría de
las sociedades”, que según el autor serían inteligentes
combinaciones de civismo y sentido del humor. Yo diría más bien
que las sociedades donde se intenta mantener ese equilibrio son, por
desgracia, una exigua minoría, y que incluso en ellas lo más
corriente es reírse de los sabios como si fueran niños latosos y
tomarse completamente en serio a los
enfants terribles. He
aquí algunos ejemplos, de menos a más: igual de “pueril” que
cada invención de Gila, Wolinski o Tim Burton es la prohibición de
que un catedrático universitario critique públicamente a la
Asociación Nacional del Rifle, lo que pasa es que no nos reímos de
esa prohibición porque, según nos cuenta Brooks, al tal
catedrático lo despidieron de su trabajo por hacer esa crítica en
twitter, y eso no tiene ninguna gracia.
Puede suceder, sin duda, que algunas palabras y viñetas
“ofendan” o “falten al respeto” a algunas personas (sobre lo
que volveremos en seguida), pero es preciso notar que la Asociación
Nacional del Rifle
no es una persona, como tampoco lo son
“el islam” o “el islamismo radical”. Por el contrario,
quienes se arrogan, sólo en nombre de sus sentimientos de ofensa,
la representación directa y personal del “islam”, del “pueblo
americano”, del “pueblo catalán” o del “pueblo vasco”
están ya, lo sepan o no, haciendo una caricatura pueril y
desvergonzada del islam, de América, de Cataluña o de Euskadi; son
ellos quienes, como niños traviesos, caricaturizan aquello en cuyo
nombre dicen hablar: ¿por qué a estos humoristas sí deberíamos
tomárnoslos en serio? ¿No será porque, como al catedrático del
ejemplo de Brooks, nos da miedo que nos despidan?
Muy en serio nos tomamos durante muchos años la caricatura que
ETA hacía de los vascos (arrogándose su representación
exclusiva), no porque la cosa no fuera de chiste, sino porque era un
chiste cargado de goma 2 y 9 milímetros
parabellum.
Análogamente, y salvando todas las distancias, es un error pensar
que son los dibujantes de
Charlie Hebdo quienes
caricaturizan “ofensivamente” el islam: ellos se limitan a
retratar con total verosimilitud y realismo la caricatura que del
islam hacen los terroristas, lo que pasa es que éstos últimos no
nos hacen gracia porque llevan pistolas lanzagranadas. La historia
nos enseña que había mucha más sátira contra el cristianismo
cuando los cardenales pretendían influir en las decisiones
políticas y reinar sobre la vida civil, y que el nivel de sarcasmo
anticlerical ha descendido tanto más allí donde más la religión
se ha convertido en asunto privado. Por eso, el argumento de Brooks
es: “Yo no soy
Charlie Hebdo… pero me gustaría serlo
(en lugar de soportar la hipócrita
corrección política
de los
campus estadounidenses o —podríamos añadir
nosotros— el cinismo de quienes llevan la pegatina sin estar a su
altura)”; y por ello termina abogando liberalmente contra toda
prohibición en el ámbito del discurso público y oponiéndose a
quienes ven en ese tipo de sátiras un “exceso” de la libertad
de expresión que debería ser “limitado” o restringido.
Esa postura moderadamente restrictiva es la que adopta el
profesor Lapuente, que encuentra abusiva la protección jurídica de
la libertad de expresión porque con ella “se tolera prácticamente
todo (como ha sucedido en Francia con
Charlie Hebdo)”,
nos dice. Se lamenta asimismo de que no exista un medidor objetivo
de las ofensas que pudiera determinar el punto en el que hay que
reprimir la libertad de expresión, que sería aquel en el cual “una
persona (el Rey, fulanito de tal) o una comunidad (religiosa,
étnica) se sienten tan seriamente ofendidos que pudieran llevar a
cabo una acción desestabilizadora". Yo, por el contrario,
celebro con alborozo que no haya “ofensómetros”, porque si los
hubiera y se aplicasen como Lapuente propone, ello significaría ni
más ni menos que si un loco se sintiese tan humillado por las
ecuaciones de segundo grado que fuera capaz de cometer algún
atentado ante su sola mención, habría que prohibir su enseñanza y
la publicación de los libros que las contuviesen, que sería muy
parecido a censurar
Charlie Hebdo como medida preventiva
contra actos criminales como el del 7 de enero.
A falta, pues, de “ofensómetros” objetivos, en los Estados
de Derecho la resolución de los conflictos —cuya existencia es
consustancial a la democracia— entre el debido respeto a la
dignidad de las personas y la libertad de expresión
constitucionalmente consagrada se encomienda a los tribunales de
justicia; craso error, según Lapuente, porque el juez, pobrecillo,
“con toda la buena intención del mundo, pero sin ser un experto
en libertad de expresión, aplica la ley”. No digo que este
sistema sea perfecto, pero lo encuentro en todo caso preferible a
dejar estos asuntos en manos de unos presuntos “expertos en
derechos y libertades” superiores a los jueces, que me recuerdan
mucho a aquellos “expertos en virtud” que en la Atenas de
Sócrates enseñaban lo que no puede aprenderse y vendían lo que no
tiene precio, obteniendo pingües beneficios a fuerza de adular a
los poderosos. Porque ello significaría sacar “preventivamente”
la tutela de la libertad de expresión del ámbito de los tribunales
y entregarla a unos comités deontológicos profesionales que, por
ejemplo y para proteger los beneficios empresariales, podrían
despedir a los viñetistas de
Charlie que dibujasen
determinadas caricaturas, igual que los rectores de las
universidades de EE UU mencionadas por Brooks (sin duda asesorados
por comités deontológicos) despidieron a ciertos profesores sólo
por ejercer su libertad de cátedra, sin que en ningún caso los así
reprimidos o despedidos puedan reclamar ante un juez contra esas
acciones amparándose en la libertad de expresión.
En definitiva, la cuestión no es ser o no ser
Charlie Hebdo,
sino cómo hacernos merecedores de un derecho verdaderamente
excepcional y estadísticamente raro en el mundo, como es la
libertad de expresión, al que nos hemos acostumbrado tanto que
solamente le asignamos su auténtico valor cuando de algún modo lo
vemos amenazado. Es cierto que todos los días se publican millones
de periódicos y millones de viñetas. Pero son una cifra pequeña
(sobre todo cualitativamente) en comparación con todos aquellos que
no pueden publicarse, quizá ni siquiera imaginarse. En
honor a todos ellos, procuremos no descuidar ese milagro.
José Luis Pardo es filósofo.
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