EL AMOR
Es triste reconocerlo, pero la infidelidad de Hollande me ha
inspirado, más que asombro o indignación, una profunda envidia. Si
no fuera española, me lo habría tomado de otra manera. La depresión
de Trierweiler, el sex-appeal de Gayet, el vodevil del
apartamento reservado para los desahogos de los presidentes de la
República, las intervenciones cruzadas en una célebre rueda de
prensa, son suficientes para provocar una intensa discusión sobre lo
público y lo privado, pero, por desgracia, yo no me la puedo
permitir.
El bulevar de Gamonal, las declaraciones del secretario de Estado
de Seguridad, el vocabulario de Ana Botella, la imputación de
Cristina de Borbón, la carta del fiscal Horrach, la crisis del PSC,
el encuentro de Mas con un dirigente de la Liga Norte, el baile de
los indultos, las estrategias de los condenados por corrupción para
eludir el ingreso en prisión, la trayectoria de Blesa, la actuación
de los antidisturbios contra los bomberos de Madrid... Y todo esto
sin tirar de hemeroteca, en los 20 días escasos que llevamos de
2014 y saltándome la ley del aborto de Gallardón para no repetirme
en exceso.
¿Quién puede opinar sobre el amor cuando le ha tocado vivir en una época, en un país como este? Sería interesante, sería refrescante, novedoso, hasta agradable, pero no cabe en una España tan negra como si Goya la hubiera pintado en la cima de su desesperación. Se me ocurre que ese será el verdadero final de la crisis que vivimos, la derrota del monstruoso pulpo que nos ahoga con todos y cada uno de sus incontables tentáculos. Algún día podremos volver a hablar del amor, del adulterio, de las mujeres abandonadas, de las amantes resplandecientes. Algún día, podremos volver a ser frívolos e, incluso, a hacer chistes de gusto dudoso. La medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos.
¿Quién puede opinar sobre el amor cuando le ha tocado vivir en una época, en un país como este? Sería interesante, sería refrescante, novedoso, hasta agradable, pero no cabe en una España tan negra como si Goya la hubiera pintado en la cima de su desesperación. Se me ocurre que ese será el verdadero final de la crisis que vivimos, la derrota del monstruoso pulpo que nos ahoga con todos y cada uno de sus incontables tentáculos. Algún día podremos volver a hablar del amor, del adulterio, de las mujeres abandonadas, de las amantes resplandecientes. Algún día, podremos volver a ser frívolos e, incluso, a hacer chistes de gusto dudoso. La medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos.
Rosa Montero, EL Pais, enero 2014
Cuestiones
1. Señale y explique la organización
de las ideas contenidas en el texto. (Puntuación máxima: 1.5
puntos).
2. 2 a) Indique el tema del texto.
(Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2 b) Resuma el texto. (Puntuación
máxima: 1 punto).
Niños explotados
Es
tal la magnitud de algunas cifras que simplemente resulta imposible
hacerse una idea real de lo que representan. Hay 215 millones de
niños que trabajan en el mundo, el 61% en países asiáticos. De
todos ellos, unos 115 millones lo hacen en trabajos que la
Organización Internacional del
Trabajo (OIT) considera peligrosos.
Como
esas magnitudes producen vértigo y terminan por quedar reducidas tan
solo a una inquietante abstracción, quizá resulte más eficaz fijar
la atención en algunos casos concretos. Es lo que hacía un
reportaje publicado ayer en estas páginas y firmado en Dacca. La
capital de Bangladesh tiene 11 millones de habitantes y es una de las
ciudades más pobladas del mundo; los rascacielos van tomando cada
vez mayor protagonismo como parte de su paisaje y hay tantos atascos
que los coches son también allí una de las maldiciones de la vida
moderna. Pues bien, en sus calles, en los basureros de la periferia y
en las fábricas de sus polígonos industriales, muchos jovenzuelos
se afanan horas y horas para ganar unos sueldos miserables. Ninguno
de los citados en el reportaje gana más de un tercio del salario
mínimo del país asiático, 1.300 takas, es decir, 13 euros.
La
OIT habla de trabajos peligrosos para los niños cuando se trata de
ocupaciones que: a)
les impiden acceder a la educación y a un pleno desarrollo, b)
ponen en peligro su bienestar físico, mental o moral, y c)
son pura y dura esclavitud, como cuando son reclutados en conflictos
armados, explotados sexualmente o empujados a ejercer actividades
ilícitas.
Rasel
tiene ocho años y empuja una carretilla para transportar ladrillos.
Mobarak, de 12, maneja una peligrosa prensa en una fábrica. Shanta
está en una empresa de válvulas y antes de cumplir los nueve perdió
un tercio de un dedo y se le deformó otro. Ashik, de ocho años,
rebusca cosas de valor en un vertedero. Mohamad, con 10, pasa la
mayor parte del tiempo en un taller textil. Mina se levanta a las
seis y se acuesta a la una: es empleada doméstica a los 10 años y
debe celebrar no haber sufrido ningún abuso sexual. Viendo sus
miradas inocentes se entiende lo que les cuesta vivir. Y son una
ínfima porción de esos 115 millones: solo para hacerse una idea.
El
País, 24/01/2012
Cuestiones
1.
Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el
texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2.
2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2
b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).
Ironías
Entre parado y preparado no
hay más que un prefijo, distancia que, si nunca fue excesiva, con la
crisis se ha reducido hasta extremos insoportables. De hecho, ahora
todos los trabajadores somos, en potencia, preparados. La
recomendación tradicional de los padres ("hijo, debes formarte
para estar preparado") ha devenido en una ironía sangrienta,
igual que la expresión "jamás hemos tenido una juventud tan
preparada". En efecto, nunca hemos tenido una juventud tan cerca
de quedarse en el paro; la mitad de los que acaben sus estudios este
año se encuentran ya en situación de preparados. El significado se
desliza por debajo de las palabras con el sigilo de una sombra
asesina. Estar preparado, que en otro tiempo quiso decir haber
estudiado dos carreras y cuatro idiomas, significa hoy encontrarse en
la situación previa al desempleo, en el umbral del paro, en la
frontera de la desesperación laboral. Ahora que habíamos logrado
vivir como si no fuéramos a morir nunca, vamos a la oficina con la
certidumbre de que nuestro empleo es la antesala del desempleo. Por
eso hay también más trabajadores prejubilados que jubilados y
contribuyentes más preocupados que ocupados. Hubo un tiempo,
¿recuerdan?, en el que el prefijo de moda fue pos: nos encontrábamos
de súbito en la posmodernidad, en la poshistoria, en la era
posindustrial o posanalógica. Parece mentira que un cambio de
prefijo implique un cambio tan grande de cultura. Ahora todo es más
premeditado que meditado, hay también más prejuicios que juicios y
presentimos las cosas antes de sentirlas. Perdido su prestigio el
pos, nos hemos dado de bruces con el pre. Pero no imaginábamos, la
verdad, un pre tan duro, un pre de premonición, sobre todo sabiendo
como sabemos desde el principio de los tiempos que no hay
presentimientos buenos, pues no existen los profetas de la dicha.
Juan José
Millás, en El
País,
11/11/2011
Cuestiones
1.
Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el
texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2.
2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2
b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).
Jóvenes
en serie
Un
pijo
es
un chaval que tapa una parte sustancial de su visión con un largo
flequillo y mantiene los pantalones en un nivel del trasero que
permita ver los calzoncillos (de marca, claro). Los pantalones de los
pijos son un misterio de equilibrio casi mágico, como el caso de
esos borrachos que se bambolean peligrosamente, pero nunca se caen.
El
rockero
es
reconocible por el invariable color negro de sus camisetas (nunca
camisas), sus zapatillas de lona y cierto aire de camionero rudo.
También
es fácilmente reconocible el emo,
con
sus oscuras ojeras, su atuendo fúnebre con algún toque colorista y
su aspecto de anémico crónico.
El
mod
cuida
exquisitamente sus ropas y complementos. Gafas y relojes de diseño.
Su vehículo favorito es una moto Vespa con numerosos espejos. Vive
el lujo como una segunda vida, paralela a la vida real (?) en la que
puede ser camarero o empleado de banca, nunca el divino dandy a lo
Oscar Wilde en que se convierte.
Se
definen por su atuendo, sus gustos musicales y los lugares de ocio
que frecuentan. Todos son hijos de una sociedad urbana y, a pesar de
las carencias que existen, opulenta. Cada uno de ellos se reúne con
sus iguales. Forman grupos, tribus. Lo que me parece un dato
sociológico curioso es que estos grupos no se configuren, como hasta
hace poco ha sido lo normal en nuestra sociedad occidental, desde
criterios sociales y económicos. No se trata de una división en
clases o estamentos. Tampoco desde criterios ideológicos, éticos o
religiosos. No son partidos, grupos de presión o sectas. Su elección
se sitúa, de forma deliberada, en un estrato más superficial, más
externo. Se trata de estética, de preferencias personales, de
gustos.
El
hombre necesita integrarse en un grupo; necesita un nosotros
que se oponga a un ellos.
En una sociedad que lima todas las diferencias, que acorta todas las
distancias, parece que esta necesidad se vuelve perentoria. Atrás
quedaron las guerras de religión (hablo de Occidente) y la lucha de
clases se apaga en esa opulent
society de
la que habla Galbraith. Ni siquiera la nación, en este mundo
globalizado,
constituye ya un límite claro, un aglutinante de personas que tienen
algo en común. El relativismo
moral
hace casi imposible que una toma de posición ética configure un
grupo humano. ¿Qué queda a nuestros jóvenes? Mirarse al espejo.
Elevar sus preferencias
estéticas
a la categoría de principios
éticos
y agruparse según este canon alicorto y modesto, pero seguro. Eso, o
hacerse fans de un equipo de fútbol.
Tomás
Salas, en Ymálaga,
01/08/2011
HABLAR
Debían
de ser las noticias de Telecinco. Preguntaban a unos estudiantes su
opinión sobre la Constitución y era para echarse a llorar. No por
la Constitución, sino por cómo se expresaban. Casi siempre que le
preguntan a un ciudadano, es para echarse a llorar. Uno de los mozos,
valenciano él, decía algo así como: «Es muy chula, joé, pero si
hay que cambiarla, pues se cambia». Luego miraba estólidamente a la
cámara y al poco añadía: «Y ya está». A veces son los políticos
quienes farfullan, o esos arcaicos al par que ubicuos futbolistas.
«Hemos venido a ganar porque necesitamos no perder para tener los
puntos porque, bueno, necesitamos ganar, así que bueno, vamos a
hacer lo que sea para no perder y a ver qué pasa».
Todos
los días, a todas horas se pueden oír frases inconexas, enunciados
infantiles, discursos gaseosos emitidos por agujeros cerebrales
disfrazados de autoridad. Si un número creciente de españoles no
sabe hablar es porque no se sabe razonar. Por eso gritan. ¡Menuda
herencia han dejado siglos de educación nacional-católica y hordas
de ministros!
Pero
luego aparecía un campesino analfabeto de Honduras. Preguntado por
el incisivo reportero sobre «qué sentía al haber perdido a toda su
familia tras el huracán Mitch, este hombre con su gorro de paja
entre las manos y la cabeza gacha, respondió: «excuse que no
acierte a contestarle debidamente, mi
pensamiento
es ahora otro, vea, ¿qué voy a hacer con los sentimientos durante
lo que me reste de vida?». Cito de memoria, era mucho más limpio.
Cada vez que aparece un indio, un niño mexicano o nicaragüense,
pobrísimos campesinos, familias de la miseria suburbial
latinoamericana, se expresan con toda exactitud y una viveza
cervantina. Son más pobres que nosotros, pero sólo en dinero. Lo
que es en espíritu...
Félix
de Azúa, EL PAÍS – 16-12-1998
1.
Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el
texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2.
2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2
b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).
EL
MANDO
Con
el mando a distancia en la mano, a modo de cetro, repantigado en el
sofá frente al televisor, cualquiera puede sentirse un pequeño
dios. La pantalla es el mundo. Hoy sólo existe lo que se refleja en
ella. Por la pantalla desfilan los héroes del momento, desde el más
noble al más idiota, pero a este pequeño dios repantigado, que
todos llevamos dentro, le basta con apretar levemente la yema del
dedo y en una décima de segundo se borrará del mundo la imagen del
rey, la del político más encumbrado, la del divo más famoso, la
del comentarista más insolente, la del patán más odioso, la del
golfo más redomado. Esta potestad puede ejercerla el pequeño dios
como un déspota, según cambie su ánimo cada hora del día. Si por
un capricho así lo desea, con apretar otra vez
la
yema del dedo, comparecerá ante su presencia de nuevo en la pantalla
el rey, el político, el líder de opinión, el presentador, el
payaso, el resto de la carne de cañón, sólo por el placer de
despreciarlos y volver a borrarlos del mundo. Este simulacro de poder
psicológico, en el fondo, es un antídoto muy profundo contra la
propia rebelión, lo último
que se lleva en materia de opiáceos. Si se puede fulminar la imagen
del rey con un dedo, ¿qué necesidad hay de llevarlo a la guillotina
como a Luis XVI? Si el presidente del gobierno y el jefe de la
oposición son tan débiles que se hallan a merced de mi mando a
distancia, ¿por qué hay que creerlos, seguirlos y votarlos? Aparte
de este poder omnímodo sobre la imagen que la tecnología ha
regalado al pequeño dios repantigado, ahora la cultura digital
interactiva le ha concedido otro privilegio aun más revolucionario.
Estando sobrio o borracho, lo mismo si es inteligente o cretino,
desde cualquier bar, iglesia o prostíbulo, con un mensaje a través
del móvil, el pequeño dios puede emitir opiniones y comentarios
absurdos, vomitar insultos procaces, chistes escatológicos o
cualquier otro disparate y al instante este producto de sus vísceras
aparecerá escrito en pantalla durante el programa y será leído por
millones de telespectadores. En un solo segundo tendrá más lectores
que Pascal, Voltaire y Nietzsche consiguieron juntos en varios
siglos. Y todo esto mientras el pequeño dios se toma una ración de
calamares.
MANUEL
VICENT, El País, 28/02/2010)
Lotería
Ocurrió
la semana pasada a la puerta de un colegio, hora de salida. Ya se
imaginan el griterío. Los de preescolar con sus babis de cuadritos
por debajo del anorak y sus coronas de cartulina, corriendo a
abrazarse a las faldas de su madre, los mayores dándole patadas a un
balón en la plaza. Otros volviendo a casa con la mochila al hombro,
solos o en grupos de chicos y chicas, muy autónomos ellos, con ese
aire preadolescente de querer hacerse notar, pisando fuerte,
metiéndose unos con otros, forjando sin saberlo las amistades y los
enemigos irreemplazables del futuro, como hemos hecho todos. Una
tarde luminosa, como les digo, de esas que confirman o salvan un día.
Los escaparates adornados con nieve de Navidad, gente sonriente que
se mueve por la calle como si la prima de riesgo fuera una cosa
lejana que solo existe en los periódicos, música de villancicos,
todo un poco cierto y un poco falso como en los anuncios de lotería.
Y fue entonces cuando la vi.
Tendría
siete u ocho años. Rubia, flacucha. Con flequillo y pelo corto.
Estaba sentada en un banco de la plaza con un libro abierto sobre la
falda. Leía ajena al griterío, con una concentración
extraordinaria, la cabeza inclinada, siguiendo la lectura con el dedo
índice, para no saltarse de renglón, pasando las páginas como si
en ello le fuera la vida. Daba la impresión de que aquel territorio
lo había conquistado ella sola palmo a palmo, sin ayuda de nadie.
Enternecedoramente pequeña y obstinada con su anorak azul marino y
la merienda intacta en el envoltorio de papel albal. A salvo en su
trinchera como un soldado rebelde que no está dispuesto a rendirse.
Observándola
casi pude sentir el olor de las páginas impresas, la tinta fresca,
la limpieza de las ilustraciones. Todo regresó a mi memoria de
golpe, una puerta abierta al patio de atrás de otro colegio, y yo
misma otra vez allí de uniforme, sentada en un peldaño de las
escaleras, deslizándome a lo Jim Hawkins por el cabo que llevaba
desde la verja de hierro de la entrada hasta el territorio libre de
las islas perdidas para convertirme en todos los personajes de los
libros que leía: Josephine March en Mujercitas, Mowgly, la hermana
mayor de los Hollyster, una princesa cheyenne, Alicia en el país de
las Maravillas... y fue por ese camino como una tarde de temporal
acabé encontrándome, cara a cara, con el marinero de mi primera
novela, Querido Corto Maltés.
Todo
eso pensaba mientras miraba a la cría, cuando de pronto ella levantó
la cabeza y me vio. No debió de hacerle gracia sentirse observada,
así que bajó de nuevo la vista, ignorándome como a una intrusa.
Aquella apache bajita con cara de pocos amigos sabía mantener a raya
al enemigo. Una niña con suerte, pensé. Ojalá ese libro un día la
salve de las hostilidades del mundo, como me salvó a mí, y en las
horas bajas le caliente el corazón. De cosas tan simples depende, al
fin y al cabo, la suerte. La mejor lotería.
Susana
Fortes, en El País, 16/12/2011
Juguemos
Jugar
en la calle. Jugar en grupo. Esa es la actividad extraescolar que un
grupo de educadores y psicólogos americanos han señalado como la
asignatura pendiente en la educación actual de un niño. Parecería
simple remediarlo. No lo es. La calle ya no es un sitio seguro en
casi ninguna gran ciudad. La media que un niño americano pasa ante
las numerosas pantallas que la vida le ofrece es hoy de siete horas y
media. La de los niños españoles estaba en tres. Cualquiera de las
dos cifras es una barbaridad. Cuando los expertos hablan de juego no
se refieren a un juego de ordenador o una playstation ni tampoco al
juego organizado por los padres, que en ocasiones se ven forzados a
remediar la ausencia de otros niños. El juego más educativo sigue
siendo aquel en que los niños han de luchar por el liderazgo o la
colaboración, rivalizar o apoyarse, pelearse y hacer las paces para
sobrevivir. Esto no significa que el ordenador sea una presencia
nociva en sus vidas. Al contrario, es una insustituible herramienta
de trabajo, pero en cuanto a ocio se refiere, el juego a la antigua
sigue siendo el gran educador social.
Leía
ayer a Rodríguez Ibarra hablar de esa gente que teme a los
ordenadores y relacionaba ese miedo con los derechos de propiedad
intelectual. No comprendí muy bien la relación, porque es
precisamente entre los trabajadores de la cultura (el técnico de
sonido, el músico, el montador, el diseñador o el escritor) donde
el ordenador se ha convertido en un instrumento fundamental. Pero
conviene no convertir a las máquinas en objetos sagrados y, de
momento, no hay nada comparable en la vida de un niño a un
partidillo de fútbol en la calle, a las casitas o al
churro-media-manga. Y esto nada tiene que ver con un terror a las
pantallas sino con la defensa de un tipo de juego necesario para
hacer de los niños seres sociales.
Elvira
Lindo, en El País, 12/01/2011.
No hay comentarios:
Publicar un comentario