viernes, 24 de enero de 2014

TEXTOS PERIODÍSTICOS: Práctica de comentarios


                                                         EL AMOR
Es triste reconocerlo, pero la infidelidad de Hollande me ha inspirado, más que asombro o indignación, una profunda envidia. Si no fuera española, me lo habría tomado de otra manera. La depresión de Trierweiler, el sex-appeal de Gayet, el vodevil del apartamento reservado para los desahogos de los presidentes de la República, las intervenciones cruzadas en una célebre rueda de prensa, son suficientes para provocar una intensa discusión sobre lo público y lo privado, pero, por desgracia, yo no me la puedo permitir.
El bulevar de Gamonal, las declaraciones del secretario de Estado de Seguridad, el vocabulario de Ana Botella, la imputación de Cristina de Borbón, la carta del fiscal Horrach, la crisis del PSC, el encuentro de Mas con un dirigente de la Liga Norte, el baile de los indultos, las estrategias de los condenados por corrupción para eludir el ingreso en prisión, la trayectoria de Blesa, la actuación de los antidisturbios contra los bomberos de Madrid... Y todo esto sin tirar de hemeroteca, en los 20 días escasos que llevamos de 2014 y saltándome la ley del aborto de Gallardón para no repetirme en exceso.
¿Quién puede opinar sobre el amor cuando le ha tocado vivir en una época, en un país como este? Sería interesante, sería refrescante, novedoso, hasta agradable, pero no cabe en una España tan negra como si Goya la hubiera pintado en la cima de su desesperación. Se me ocurre que ese será el verdadero final de la crisis que vivimos, la derrota del monstruoso pulpo que nos ahoga con todos y cada uno de sus incontables tentáculos. Algún día podremos volver a hablar del amor, del adulterio, de las mujeres abandonadas, de las amantes resplandecientes. Algún día, podremos volver a ser frívolos e, incluso, a hacer chistes de gusto dudoso. La medida de nuestra pobreza es que hayamos podido llegar a echarlos de menos.

Rosa Montero, EL Pais, enero 2014



Cuestiones

1. Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2. 2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2 b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).


Niños explotados

Es tal la magnitud de algunas cifras que simplemente resulta imposible hacerse una idea real de lo que representan. Hay 215 millones de niños que trabajan en el mundo, el 61% en países asiáticos. De todos ellos, unos 115 millones lo hacen en trabajos que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) considera peligrosos.
Como esas magnitudes producen vértigo y terminan por quedar reducidas tan solo a una inquietante abstracción, quizá resulte más eficaz fijar la atención en algunos casos concretos. Es lo que hacía un reportaje publicado ayer en estas páginas y firmado en Dacca. La capital de Bangladesh tiene 11 millones de habitantes y es una de las ciudades más pobladas del mundo; los rascacielos van tomando cada vez mayor protagonismo como parte de su paisaje y hay tantos atascos que los coches son también allí una de las maldiciones de la vida moderna. Pues bien, en sus calles, en los basureros de la periferia y en las fábricas de sus polígonos industriales, muchos jovenzuelos se afanan horas y horas para ganar unos sueldos miserables. Ninguno de los citados en el reportaje gana más de un tercio del salario mínimo del país asiático, 1.300 takas, es decir, 13 euros.
La OIT habla de trabajos peligrosos para los niños cuando se trata de ocupaciones que: a) les impiden acceder a la educación y a un pleno desarrollo, b) ponen en peligro su bienestar físico, mental o moral, y c) son pura y dura esclavitud, como cuando son reclutados en conflictos armados, explotados sexualmente o empujados a ejercer actividades ilícitas.
Rasel tiene ocho años y empuja una carretilla para transportar ladrillos. Mobarak, de 12, maneja una peligrosa prensa en una fábrica. Shanta está en una empresa de válvulas y antes de cumplir los nueve perdió un tercio de un dedo y se le deformó otro. Ashik, de ocho años, rebusca cosas de valor en un vertedero. Mohamad, con 10, pasa la mayor parte del tiempo en un taller textil. Mina se levanta a las seis y se acuesta a la una: es empleada doméstica a los 10 años y debe celebrar no haber sufrido ningún abuso sexual. Viendo sus miradas inocentes se entiende lo que les cuesta vivir. Y son una ínfima porción de esos 115 millones: solo para hacerse una idea.
El País, 24/01/2012

Cuestiones

1. Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2. 2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2 b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).


Ironías

Entre parado y preparado no hay más que un prefijo, distancia que, si nunca fue excesiva, con la crisis se ha reducido hasta extremos insoportables. De hecho, ahora todos los trabajadores somos, en potencia, preparados. La recomendación tradicional de los padres ("hijo, debes formarte para estar preparado") ha devenido en una ironía sangrienta, igual que la expresión "jamás hemos tenido una juventud tan preparada". En efecto, nunca hemos tenido una juventud tan cerca de quedarse en el paro; la mitad de los que acaben sus estudios este año se encuentran ya en situación de preparados. El significado se desliza por debajo de las palabras con el sigilo de una sombra asesina. Estar preparado, que en otro tiempo quiso decir haber estudiado dos carreras y cuatro idiomas, significa hoy encontrarse en la situación previa al desempleo, en el umbral del paro, en la frontera de la desesperación laboral. Ahora que habíamos logrado vivir como si no fuéramos a morir nunca, vamos a la oficina con la certidumbre de que nuestro empleo es la antesala del desempleo. Por eso hay también más trabajadores prejubilados que jubilados y contribuyentes más preocupados que ocupados. Hubo un tiempo, ¿recuerdan?, en el que el prefijo de moda fue pos: nos encontrábamos de súbito en la posmodernidad, en la poshistoria, en la era posindustrial o posanalógica. Parece mentira que un cambio de prefijo implique un cambio tan grande de cultura. Ahora todo es más premeditado que meditado, hay también más prejuicios que juicios y presentimos las cosas antes de sentirlas. Perdido su prestigio el pos, nos hemos dado de bruces con el pre. Pero no imaginábamos, la verdad, un pre tan duro, un pre de premonición, sobre todo sabiendo como sabemos desde el principio de los tiempos que no hay presentimientos buenos, pues no existen los profetas de la dicha.

Juan José Millás, en El País, 11/11/2011

Cuestiones

1. Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2. 2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2 b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).



Jóvenes en serie

Un pijo es un chaval que tapa una parte sustancial de su visión con un largo flequillo y mantiene los pantalones en un nivel del trasero que permita ver los calzoncillos (de marca, claro). Los pantalones de los pijos son un misterio de equilibrio casi mágico, como el caso de esos borrachos que se bambolean peligrosamente, pero nunca se caen.
El rockero es reconocible por el invariable color negro de sus camisetas (nunca camisas), sus zapatillas de lona y cierto aire de camionero rudo.
También es fácilmente reconocible el emo, con sus oscuras ojeras, su atuendo fúnebre con algún toque colorista y su aspecto de anémico crónico.
El mod cuida exquisitamente sus ropas y complementos. Gafas y relojes de diseño. Su vehículo favorito es una moto Vespa con numerosos espejos. Vive el lujo como una segunda vida, paralela a la vida real (?) en la que puede ser camarero o empleado de banca, nunca el divino dandy a lo Oscar Wilde en que se convierte.
Se definen por su atuendo, sus gustos musicales y los lugares de ocio que frecuentan. Todos son hijos de una sociedad urbana y, a pesar de las carencias que existen, opulenta. Cada uno de ellos se reúne con sus iguales. Forman grupos, tribus. Lo que me parece un dato sociológico curioso es que estos grupos no se configuren, como hasta hace poco ha sido lo normal en nuestra sociedad occidental, desde criterios sociales y económicos. No se trata de una división en clases o estamentos. Tampoco desde criterios ideológicos, éticos o religiosos. No son partidos, grupos de presión o sectas. Su elección se sitúa, de forma deliberada, en un estrato más superficial, más externo. Se trata de estética, de preferencias personales, de gustos.
El hombre necesita integrarse en un grupo; necesita un nosotros que se oponga a un ellos. En una sociedad que lima todas las diferencias, que acorta todas las distancias, parece que esta necesidad se vuelve perentoria. Atrás quedaron las guerras de religión (hablo de Occidente) y la lucha de clases se apaga en esa opulent society de la que habla Galbraith. Ni siquiera la nación, en este mundo globalizado, constituye ya un límite claro, un aglutinante de personas que tienen algo en común. El relativismo moral hace casi imposible que una toma de posición ética configure un grupo humano. ¿Qué queda a nuestros jóvenes? Mirarse al espejo. Elevar sus preferencias estéticas a la categoría de principios éticos y agruparse según este canon alicorto y modesto, pero seguro. Eso, o hacerse fans de un equipo de fútbol.

Tomás Salas, en Ymálaga, 01/08/2011



                                                   HABLAR

Debían de ser las noticias de Telecinco. Preguntaban a unos estudiantes su opinión sobre la Constitución y era para echarse a llorar. No por la Constitución, sino por cómo se expresaban. Casi siempre que le preguntan a un ciudadano, es para echarse a llorar. Uno de los mozos, valenciano él, decía algo así como: «Es muy chula, joé, pero si hay que cambiarla, pues se cambia». Luego miraba estólidamente a la cámara y al poco añadía: «Y ya está». A veces son los políticos quienes farfullan, o esos arcaicos al par que ubicuos futbolistas. «Hemos venido a ganar porque necesitamos no perder para tener los puntos porque, bueno, necesitamos ganar, así que bueno, vamos a hacer lo que sea para no perder y a ver qué pasa».
Todos los días, a todas horas se pueden oír frases inconexas, enunciados infantiles, discursos gaseosos emitidos por agujeros cerebrales disfrazados de autoridad. Si un número creciente de españoles no sabe hablar es porque no se sabe razonar. Por eso gritan. ¡Menuda herencia han dejado siglos de educación nacional-católica y hordas de ministros!
Pero luego aparecía un campesino analfabeto de Honduras. Preguntado por el incisivo reportero sobre «qué sentía al haber perdido a toda su familia tras el huracán Mitch, este hombre con su gorro de paja entre las manos y la cabeza gacha, respondió: «excuse que no acierte a contestarle debidamente, mi
pensamiento es ahora otro, vea, ¿qué voy a hacer con los sentimientos durante lo que me reste de vida?». Cito de memoria, era mucho más limpio. Cada vez que aparece un indio, un niño mexicano o nicaragüense, pobrísimos campesinos, familias de la miseria suburbial latinoamericana, se expresan con toda exactitud y una viveza cervantina. Son más pobres que nosotros, pero sólo en dinero. Lo que es en espíritu...
                                                                          Félix de Azúa, EL PAÍS – 16-12-1998

1. Señale y explique la organización de las ideas contenidas en el texto. (Puntuación máxima: 1.5 puntos).
2. 2 a) Indique el tema del texto. (Puntuación máxima: 0.5 puntos).
2 b) Resuma el texto. (Puntuación máxima: 1 punto).



                                                        EL MANDO

Con el mando a distancia en la mano, a modo de cetro, repantigado en el sofá frente al televisor, cualquiera puede sentirse un pequeño dios. La pantalla es el mundo. Hoy sólo existe lo que se refleja en ella. Por la pantalla desfilan los héroes del momento, desde el más noble al más idiota, pero a este pequeño dios repantigado, que todos llevamos dentro, le basta con apretar levemente la yema del dedo y en una décima de segundo se borrará del mundo la imagen del rey, la del político más encumbrado, la del divo más famoso, la del comentarista más insolente, la del patán más odioso, la del golfo más redomado. Esta potestad puede ejercerla el pequeño dios como un déspota, según cambie su ánimo cada hora del día. Si por un capricho así lo desea, con apretar otra vez
la yema del dedo, comparecerá ante su presencia de nuevo en la pantalla el rey, el político, el líder de opinión, el presentador, el payaso, el resto de la carne de cañón, sólo por el placer de despreciarlos y volver a borrarlos del mundo. Este simulacro de poder psicológico, en el fondo, es un antídoto muy profundo contra la propia rebelión, lo último que se lleva en materia de opiáceos. Si se puede fulminar la imagen del rey con un dedo, ¿qué necesidad hay de llevarlo a la guillotina como a Luis XVI? Si el presidente del gobierno y el jefe de la oposición son tan débiles que se hallan a merced de mi mando a distancia, ¿por qué hay que creerlos, seguirlos y votarlos? Aparte de este poder omnímodo sobre la imagen que la tecnología ha regalado al pequeño dios repantigado, ahora la cultura digital interactiva le ha concedido otro privilegio aun más revolucionario. Estando sobrio o borracho, lo mismo si es inteligente o cretino, desde cualquier bar, iglesia o prostíbulo, con un mensaje a través del móvil, el pequeño dios puede emitir opiniones y comentarios absurdos, vomitar insultos procaces, chistes escatológicos o cualquier otro disparate y al instante este producto de sus vísceras aparecerá escrito en pantalla durante el programa y será leído por millones de telespectadores. En un solo segundo tendrá más lectores que Pascal, Voltaire y Nietzsche consiguieron juntos en varios siglos. Y todo esto mientras el pequeño dios se toma una ración de calamares.
                                                                         MANUEL VICENT, El País, 28/02/2010)



                                                     Lotería

Ocurrió la semana pasada a la puerta de un colegio, hora de salida. Ya se imaginan el griterío. Los de preescolar con sus babis de cuadritos por debajo del anorak y sus coronas de cartulina, corriendo a abrazarse a las faldas de su madre, los mayores dándole patadas a un balón  en la plaza. Otros volviendo a casa con la mochila al hombro, solos o en grupos de chicos y chicas, muy autónomos ellos, con ese aire preadolescente de querer hacerse notar, pisando fuerte, metiéndose unos con otros, forjando sin saberlo las amistades y los enemigos irreemplazables del futuro, como hemos hecho todos. Una tarde luminosa, como les digo, de esas que confirman o salvan un día. Los escaparates adornados con nieve de Navidad, gente sonriente que se mueve por la calle como si la prima de riesgo fuera una cosa lejana que solo existe en los periódicos, música de villancicos, todo un poco cierto y un poco falso como en los anuncios de lotería. Y fue entonces cuando la vi.
Tendría siete u ocho años. Rubia, flacucha. Con flequillo y pelo corto. Estaba sentada en un banco de la plaza con un libro abierto sobre la falda. Leía ajena al griterío, con una concentración extraordinaria, la cabeza inclinada, siguiendo la lectura con el dedo índice, para no saltarse de renglón, pasando las páginas como si en ello le fuera la vida. Daba la impresión de que aquel territorio lo había conquistado ella sola palmo a palmo, sin ayuda de nadie. Enternecedoramente pequeña y obstinada con su anorak azul marino y la merienda intacta en el envoltorio de papel albal. A salvo en su trinchera como un soldado rebelde que no está dispuesto a rendirse.
Observándola casi pude sentir el olor de las páginas impresas, la tinta fresca, la limpieza de las ilustraciones. Todo regresó a mi memoria de golpe, una puerta abierta al patio de atrás de otro colegio, y yo misma otra vez allí de uniforme, sentada en un peldaño de las escaleras, deslizándome a lo Jim Hawkins por el cabo que llevaba desde la verja de hierro de la entrada hasta el territorio libre de las islas perdidas para convertirme en todos los personajes de los libros que leía: Josephine March en Mujercitas, Mowgly, la hermana mayor de los Hollyster, una princesa cheyenne, Alicia en el país de las Maravillas... y fue por ese camino como una tarde de temporal acabé encontrándome, cara a cara, con el marinero de mi primera novela, Querido Corto Maltés.
Todo eso pensaba mientras miraba a la cría, cuando de pronto ella levantó la cabeza y me vio. No debió de hacerle gracia sentirse observada, así que bajó de nuevo la vista, ignorándome como a una intrusa. Aquella apache bajita con cara de pocos amigos sabía mantener a raya al enemigo. Una niña con suerte, pensé. Ojalá ese libro un día la salve de las hostilidades del mundo, como me salvó a mí, y en las horas bajas le caliente el corazón. De cosas tan simples depende, al fin y al cabo, la suerte. La mejor lotería.
                                                                Susana Fortes, en El País, 16/12/2011






                                                  Juguemos
Jugar en la calle. Jugar en grupo. Esa es la actividad extraescolar que un grupo de educadores y psicólogos americanos han señalado como la asignatura pendiente en la educación actual de un niño. Parecería simple remediarlo. No lo es. La calle ya no es un sitio seguro en casi ninguna gran ciudad. La media que un niño americano pasa ante las numerosas pantallas que la vida le ofrece es hoy de siete horas y media. La de los niños españoles estaba en tres. Cualquiera de las dos cifras es una barbaridad. Cuando los expertos hablan de juego no se refieren a un juego de ordenador o una playstation ni tampoco al juego organizado por los padres, que en ocasiones se ven forzados a remediar la ausencia de otros niños. El juego más educativo sigue siendo aquel en que los niños han de luchar por el liderazgo o la colaboración, rivalizar o apoyarse, pelearse y hacer las paces para sobrevivir. Esto no significa que el ordenador sea una presencia nociva en sus vidas. Al contrario, es una insustituible herramienta de trabajo, pero en cuanto a ocio se refiere, el juego a la antigua sigue siendo el gran educador social.
Leía ayer a Rodríguez Ibarra hablar de esa gente que teme a los ordenadores y relacionaba ese miedo con los derechos de propiedad intelectual. No comprendí muy bien la relación, porque es precisamente entre los trabajadores de la cultura (el técnico de sonido, el músico, el montador, el diseñador o el escritor) donde el ordenador se ha convertido en un instrumento fundamental. Pero conviene no convertir a las máquinas en objetos sagrados y, de momento, no hay nada comparable en la vida de un niño a un partidillo de fútbol en la calle, a las casitas o al churro-media-manga. Y esto nada tiene que ver con un terror a las pantallas sino con la defensa de un tipo de juego necesario para hacer de los niños seres sociales.
                                                                  Elvira Lindo, en El País, 12/01/2011.
 

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